Escribo desde la playa, en una pequeña urbanización a muy pocos kilómetros de Torrevieja (Alicante).
Llegué aquí hace unos días. ¿Por qué tan tarde?... Como ya dije hace un tiempo, estuve en un campamento de verano para niños, con una asociación juvenil. Fue en un pequeño pueblo de montaña de Burgos compuesto por apenas 10 casas. Miento, el pueblo estaba a 20 minutos andando. Nosotros estábamos en medio de ninguna parte.
Aquello era una campa. A un lado un precioso arbolado, cruzado por el río Nela, y por el otro un cortado de una montaña. Un día que vaya a Murcia os contaré más cosas de aquel lugar y os pondré algunas fotos.
En el río nos dábamos nuestros baños y jugábamos con los pequeños; aunque otras veces disfrutaban ellos solos cazando renacuajos. O simplemente tirábamos a los niños que no querían salir del saco por la mañana. Jejeje, alguno cayó varias veces, y además era de los míos. Y en la montaña, en unas cuevas muy por encima nuestra, buitres leonados pasaban las horas sobrevolándonos.
Los cinco que dormíamos en la tienda. Un ucraniano, un polaco, dos madrileños, y yo el murciano. Entendernos a veces era complicado.Recuerdo especialmente las dos excursiones que hicimos. En la primera, tras un día caminando, paramos a dormir en una zona con césped cerca del río. Era uno de esos lugares con hierba, algunos árboles, una fuente, unas mesas y una barbacoa. Uno de esos lugares donde la gente va con la familia a comer los domingos. Al llegar por la noche los profesores empezamos a preparar unos filetes en la barbacoa. Muchos niños apenas cenaron, se metieron en el saco, y se durmieron. Y allí nos quedamos 8 profesores con casi cien filetes de carne.
Pues nada, a comer como cerdos, y luego a dormir a la intemperie bajo las estrellas en el silencio de la noche.
La otra excursión fue a través de la línea de ferrocarril que uniría Valencia con Santander, pero que no llegó a utilizarse.
Caminando por una vía de tren nunca utilizada, viendo estaciones y andenes que han caído en el olvido antes de estrenarse. Y pasar por delante del
túnel de la Engaña. Un túnel de 7 km construido que tampoco llegó a utilizarse. Era una sensación muy extraña acercarse a la entrada del túnel. El aire entraba por una boca y, al salir por la otra, después de recorrer los 6976 metros por el interior de la montaña, salía frío y húmedo.
El suelo es el andén de la estación. Las vías del tren han sido ocupadas por los árboles.
Otra estación. En mi lado, la estación. En el opuesto, una capilla.El año que viene quiero ir a ese mismo campamento, pero esta vez con jóvenes (de 14 a 18 años). Según tengo entendido suelen hacer una excursión que incluye atravesar el túnel.
Una de las bocas del túnel de la Engaña.Tras pasar al lado de una de las entradas del túnel, paramos a comer y a dormir la siesta en otra zona similar a la de la excursión anterior. Pero esta vez nos bañamos y nos acompañaron media docena de caballos semisalvajes y algunas cabras – aún me río cuando recuerdo el momento en que un caballo empezó a comerse unos trozos de pan que habían junto a nuestras cosas. Alguna camiseta acabó babeada.
O cuando estiramos en el césped las toallas y nos echamos a descansar. La hierba estaba llena de bolitas negras. Conguitos, decía alguien por allí que eran. Mierdas de cabra resecas, eso eran. Pero daba igual, queríamos descansar.
Aquí paramos a comerY por aquellos lugares estuve hasta el día 20, jugando con los niños como si fuese uno más, y disfrutando del entorno.
Cierto que fui allí a trabajar como voluntario con los niños, pero no por ello disfruté menos. Acabé rendido físicamente, pero fue lo que necesitaba: desconectar del mundo que me tenía ya un poco estresado. Olvidarme de la universidad, de las obligaciones del día a día, incluyendo el ordenador que tanto tiempo me absorbe algunas veces.
¿Lo mejor? Por las noches, cuando todos los niños estaban durmiendo y el cielo estaba totalmente despejado. Una lámpara de gas. El silencio, roto únicamente por la corriente del río. Un chaquetón para abrigarse del frío de la noche. Un cielo estrellado como en ningún otro sitio, y el aullar de unos perros a lo lejos (luego me enteré que eran lobos, así que más bonito aún).
Al volver hice una parada en Madrid, para cambiar de autobús. Me sentí muy raro. Entrar en el metro atestado con la mochila (más bien mochilón) y desprendiendo un olor no demasiado agradable. Sentarme después en la estación de tren y ver cientos de personas pasar ante mí. Ahí me di cuenta de que volvía al mundo “civilizado”.